¿Paridad?…
Artículo de opinión publicado Plaza Opinión
Fecha de Publicación: 16/03/2016
Por: Armando de la Torre
Por estos días se discute en el Congreso de la República un proyecto de ley que estipula vinculantemente que la mitad numérica de los legisladores han de ser del sexo femenino, ocurrencia que ya impusieron exitosamente los peronistas en la Argentina…
No me sorprende, por tanto, tal iniciativa que promueven los agitadores de profesión de cualquier colectivismo; pero si lo considero una total pérdida de tiempo si deseamos que mejore la calidad de los debates en el Congreso.
¿Habrán preguntado los promotores de esta nueva ridiculez a todas las mujeres del país? Por supuesto que no.
Lo más probable es que a algunas mujeres a quienes les interesa más el protagonismo político que ser madres en lo privado ¿lo querrán para desplazar esa su única y preciosísima vocación natural a la maternidad, a la que ningún hombre, por supuesto, puede aspirar? ¿Querrán asegurarse algunas de ellas, propulsoras de esa iniciativa, el acceso a los cargos públicos a lo fácil, o sea, sin pasar por el áspero proceso de competir en pie de igualdad legal con los hombres?
Desde otro punto de vista, ¿acaso mejorará eso en algo la condición universal femenina? Por supuesto que tampoco.
Sin duda alguna el machismo de los varones ha sabido acumular privilegios a lo largo de los siglos en detrimento de nuestras mujeres. Pero un desacierto nunca es compensado por otro. Igual que un atropello no se repara con otro atropello, y encima peor y para más víctimas. Porque en este caso habría de tenerse en cuenta siempre el sector más inocente que podría ser afectado por tal medida: los hijos, en especial los menores de edad.
“La anatomía es destino”, dijo en una ocasión Sigmund Freud. Y no hay medida deliberada que lo pueda alterar.
Pero, por otra parte, el mayor avance social de los últimos dos siglos ha significado un creciente empoderamiento de las mujeres, lo que ha enriquecido inesperadamente a la civilización occidental, y mantiene atrasada a la sociedad islámica, entre otras.
Pero vuelvo al ensayo reiteradamente fracasado de equiparar por decreto la productividad desigual de las personas. Porque ningún hombre o mujer es meramente una categoría abstracta.
Ahora bien, “igualar” por decreto salarios y recompensas ha conducido siempre al desempleo de esos menos productivos a quienes se quiere favorecer.
Lo cual es lógico: recuerdo lo vivido por mí en los Estados Unidos cuando se legisló la igualdad salarial entre todas las mujeres del sector público federal, independientemente de su capacidad individual de agregar valor a lo que producían (“Affirmative Action”): entraba en una oficina, por ejemplo, y me tropezaba con treinta damas, todas muy arregladitas y corteses, pero unas tenían rimeros de papeles acumulados sobre sus escritorios y otras ninguno, con miradas distraídas de hastío estas últimas, de aburrimiento, intercambiando opiniones intrascendentes. Y si llegaban nuevos reclamos o encargos, recaían siempre sobre las ya muy ocupadas, las más afanosas y productivas, mientras se dejaba fuera del aporte colectivo a las menos preparadas o menos diligentes. Un resultado desigual de normas de retribución fijadas antojadizamente para todas. Lo mismo ha sucedido con parecidas ingenierías sociales en el caso de los hombres en todas partes.
En otras palabras, los mensajeros les acumulaban trabajo a las damas afanadas en las máquinas de escribir, más tarde en las computadoras, mientras las muy ociosas continuaban sin recibir carga adicional. ¿A qué se debía? A esa equiparamiento artificial y caprichoso de la recompensa laboral al margen del criterio de productividad real. Mientras más eficiente y rápida la dama, más trabajo le acumulaban sus jefes, hombres o mujeres. Cuanto más ineptas y descuidadas (o mal preparadas), menos se le aumentaba su quehacer, pero todas ganaban lo mismo.
Esto es un hecho de validez universal, también para los hombres, aunque los sindicalistas se rehúsen ferozmente a aceptarlo.
¿Queremos tener legisladores aún peores que los que tenemos? Implantemos coactivamente esa paridad en su trabajo.
Inclusive la creo un insulto para las mujeres de hoy. Porque sugiere que una mujer no puede competir con un hombre en plan de igualdad en el mercado laboral. Y me consta a mi avanzada edad que eso es otra falsedad.
La minoría de mujeres que en los tiempos republicanos de hoy han descollado en la vida política, digamos una Margaret Tacher, o una Golda Meir, o Ángela Merkel, o Indira Gandhi, o Esperanza Aguirre, o entre nosotros una Marta Altolaguirre o una Zury Ríos, lo han hecho sin acogerse a cuotas que artificialmente las favorecían simplemente por el accidente del sexo que les hubiese sido otorgado por la naturaleza al nacer. Sus logros se han debido a lo mismo que a lo de los hombres brillantes y exitosos: a su talento individual, a su tenacidad corajuda, a su entrega al deber y a sus demás obligaciones simultáneamente en el hogar y en la oficina. Sólo las menos capaces en todos esos reglones de excelencia probablemente se acogerían al privilegio de una cuota femenina al margen de los méritos de sus desempeños respectivos.
Algunas de esas a las que les han sido regaladas curules en múltiples Legislativos o sillones de Ejecutivos en grandes empresas, se han mostrado a la larga tan corruptas y mediocres como la mayoría de sus colegas masculinos del mismo modo privilegiados, es decir, simplemente por ser varones.
¿Necesita alguien en Guatemala, o en Brasil, o en la Argentina de ejemplos recientes?…
Precisamente hace poco más de un mes falleció toda una dama excepcional: doña Ana María Vargas de Ortiz. Abogada muy inteligente, intrépida cultora en la vida pública de sus principios, benemérita iniciadora de leyes y de múltiples instituciones de servicio benéfico para las familias y las madres, sobre todo de aquellas víctimas de la deserción conyugal y muy en particular, de la deserción paterna, y que se abrió paso a puro esfuerzo y superioridad personal entre hombres machistas de hace más de medio siglo.
Ella se graduó de abogado en 1960 cuando muy pocas mujeres osaban ingresar a la Facultad de Derecho de la Universidad de San Carlos, y al graduarse de abogada, solicitó una judicatura al Organismo Judicial. Para desalentarla, los magistrados la remitieron al Petén. Ella, no obstante de tener un hijo pequeño, aceptó el reto y triunfó. Así comenzó a abrir brecha en el mundo de la justicia para que otras mujeres llegaran a ser jueces en el Organismo Judicial. Después aceptó una magistratura en Quetzaltenango, que se le había de nuevo impuesto para disuadirla de su pionera cruzada en pro de todas las mujeres. Ella estuvo presente y fue un factor decisivo para la creación del Derecho de Familia entre nosotros. Lo hizo realidad por su condición, de nuevo limpiamente, en su condición de asesora del Congreso de la República. Estoy casi seguro que nadie ha hecho un aporte legal más beneficioso a la preservación de la unión familiar en Guatemala. Heroína de mente brillante, de trato suave, de un delicioso y agudo sentido del humor, que Dios acaba de acoger en su seno.
Y esta es la única paridad en la que creo.
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