El “Dreyfus” guatemalteco
Por Armando de la Torre
En medio del torbellino mediático sobre la corrupción prevaleciente en los círculos más altos del gobierno encabezado por Otto Pérez Molina, y su vicepresidente, Roxana Baldeti –que acaba de renunciar bajo la presión de una indignada opinión pública–, se nos ha pasado casi del todo desapercibido el trato arbitrario e inicuo, por parte de la “justicia” del Cantón de Ginebra, en Suiza, contra el guatemalteco Erwin Sperisen, iniciado a instancias de la CICIG en el último mes en ejercicio del Alto Comisionado, Carlos Castresana.
El grueso de esa infame persecución iniciada primero contra Carlos Vielman, el ministro de Gobernación a propósito de los hechos en Pavón el 25 de septiembre del 2006, y extendido a Alejandro Giamattei, Director del Sistema Penitenciario, y ampliado a Erwin Sperisen, Director de la Policía Nacional Civil, y a Javier Figueroa, Director de Investigación de la Policía Nacional Civil, se originó durante la gestión del Alto Comisionado de la CICIG, Francisco Dall´Anese, un abogado marrullero de Costa Rica, prepotente y abusivo, a su turno objeto de una acusación penal en su país por parte del expresidente Miguel Ángel Rodríguez y de otra aún más hiriente de la ex investigadora de la CICIG, la costarricense Giselle Rivera, además de las denuncias en su contra de cuatro de sus guardaespaldas en Costa Rica por maltrato laboral.
El actual gobierno, como ha sido su costumbre y la de los anteriores, no ha levantado un dedo para defender a un compatriota guatemalteco maltratado allende nuestras fronteras, cuando sus derechos humanos han sido ostensiblemente atropellados.
Ello ha ocurrido con el concurso de ciertos agitadores de la izquierda ideológica de nuestro patio, bien conocidos entre nosotros, como Claudia Paz y Paz, y del nada imparcial predecesor del actual Alto Comisionado de la CICIG, ese costarricense Francisco Dall´Anese. Pero la responsabilidad última de lo que ha sido y es una repugnante injusticia yace enteramente con el aparato pesquisidor del Cantón de Ginebra en Suiza, encabezado por Yves Bertossa.
Lo que me trae a la memoria el celebérrimo caso de Alfred Dreyfus, el evento dramático más sonado en la historia de la justicia penal francesa, de fines del siglo XIX.
Dreyfus, un capitán inteligente y honorable, que laboraba en el Estado Mayor francés, acarreaba el estigma, a los ojos de algunos retrógrados de entonces, de ser judío. Lo que lo convirtió ipso facto en víctima propiciatoria cuando el servicio de contraespionaje detectó una fuga de secretos militares hacia el enemigo de siglos alemán.
Fue arrestado el 15 de octubre de 1894 y acusado de alta traición ante una corte marcial, condenado, degradado y enviado a languidecer hasta su eventual muerte a la Isla del Diablo, en la Guayana francesa, el 5 de enero de 1895. Él, mientras tanto no pudo hacer otra cosa que reiterar bajo juramento su inocencia, pero todo le fue en vano.
En el mes de agosto, sin embargo, un nuevo jefe de la inteligencia militar, el coronel Georges Picquart, reportó a sus superiores que el traidor en realidad era el Mayor Ferdinand Esterhazy, condecorado héroe de la guerra en África, pero alcohólico empedernido y plagado de deudas. En respuesta, el Alto Mando lo destituyó inmediatamente y lo envió a vegetar en una oscura guarnición de Túnez, en el norte de África.
Pero la esposa de Dreyfus no se rindió ni dejó de tocar puertas para lograr la restitución de la libertad y del honor a su esposo. También el hermano de Dreyfus logró contactar al diario “Le Figaro” para delatar la conspiración del silencio entre aquel grupúsculo de altos oficiales fanáticamente antisemitas. Por su parte, la esposa y el hermano de Dreyfus recurrieron a la pluma de Emilio Zola, destacado librepensador y príncipe de las letras de ese tiempo. Zola publicó su muy famoso “Yo acuso”, dirigido al presidente de la República, en uno de los diarios de más circulación, L’Aurore, en enero de 1898. Y se encendió una polémica pública cual nunca antes vista en la historia moderna de un país civilizado y de una República fundada en el principio de la igualdad ante la ley, en torno a la inocencia, o presunta culpabilidad, de un personaje.
La nación francesa permaneció, desde ese momento, escindida por décadas en dos bandos difícilmente reconciliables: la derecha católica creía en la culpa de Dreyfus, y la izquierda republicana, cada vez con más ardor crítico, en su inocencia.
Ante la presión inaguantable de las masas agitadas por el escándalo, el Gobierno trajo de regreso a Francia a Dreyfus, en 1904. Lo sometió a un nuevo juicio, que otra vez lo declaró culpable de alta traición, pero que sin embargo, se limitó a ponerlo bajo arresto domiciliario en la casa de su hermana, en Paris.
No fue sino hasta el 12 de julio de 1906 que Dreyfus fue oficialmente exonerado por una comisión militar, readmitido a continuación al Ejército, condecorado con la Legión de Honor y ascendido a Mayor.
En la primera guerra mundial, hubo de destacarse heroicamente en la batalla de Verdún. Murió muchos años después, en 1935, siempre patriota y honrado como valiente cumplidor de todos sus deberes.
Veamos ahora lo que acaba de acontecer en Suiza con Erwin Sperisen.
El 25 de septiembre del 2006 se dio un motín en la finca penal “Pavón” en respuesta a una pesquisa oficial en torno a la corrupción rampante entre los presos, que hasta dirigían por teléfonos celulares secuestros de personas en el exterior, y que fue reprimido por la fuerza pública, lamentablemente con la pérdida de la vida de siete de los amotinados.
Un tribunal penal guatemalteco juzgó en el caso y lo declaró cerrado.
Pero el 21 de junio del 2010 se reabrió, a instancias de la CICIG. Y el 1 de agosto del 2010 Dall´Anese, recién estrenado como Alto Comisionado de la CICIG, lo traslada al Cantón de Ginebra en Suiza y se sigue una secuencia de arbitrariedades mayúsculas que me hace compararla con el caso emblemático de Alfred Dreyfus.
Únicamente que en este caso no se trata de prejuicios religiosos sino de los puros y simples prejuicios que tipifican a la izquierda nórdica europea sobre nosotros, los muy inferiores, a su juicio, iberoamericanos, necesitados de la supervisión mañosa y altanera de gobiernos supuestamente límpidos, justos, y muy desarrollados social democráticamente, tales como los de Suiza, Francia, Holanda, Bélgica, Noruega, Suecia, o España… “Cosas veredes, Sancho…”
(Continuará)