No esa tonada, José Rubén (II)
Por: Armando de la Torre
En verdad, lo lúgubre de la tonada de tu discurso en Washington se justifica plenamente cuando del ámbito de las actividades privadas pasamos al de las públicas.
Mucho se ha acumulado en el intento de explicar ese desastre nacional que nos ha llevado a preguntarnos si, al final de cuentas, no seremos un Estado fallido. El índice, por ejemplo, entre otros muchos, de la impunidad rampante es tan elevado que prácticamente equivale a una situación de anarquía generalizada por ausencia del Estado en la vida diaria como en los momentos más penosos de la época feudal.
Supuestas autoridades y supuestos funcionarios públicos, parapetados tras el monopolio meramente burocrático del poder coactivo, se ensañan cada vez más en el ciudadano común y corriente, prácticamente indefenso en las áreas rurales y forzado a pagar extra un mínimo de protección en las urbanas.
Todos nos lamentamos, pero muy pocos nos esforzamos por penetrar hasta las raíces últimas de nuestro fracaso colectivo. Es más, para la mayoría tales raíces yacen herméticamente sepultadas bajo una apatía generalizada. Y el cinismo se propaga más y más…
Cojeamos de exceso de legislación y de escasez de principios. El positivismo jurídico imperante, por ejemplo, la única forma de interpretación jurídica aceptada en nuestras universidades (al precio de la exclusión definitiva de las otras dos de mayor abolengo y sensatez, la consuetudinaria y la del derecho natural) hace que los casos que llegan a los tribunales se reduzcan más a cuestiones de forma que de fondo, con grave lesión a lo substantivamente justo.
Y así, armados de esa manera de pensar y actuar, legisladores, magistrados, jueces, fiscales y abogados en general, han hecho de la justicia una farsa más próxima a las contorsiones en el circo que a la equidad entre todos.
Ello ha llevado también al hecho de que la legislación, tanto la extraordinaria (constituyente) como la ordinaria, responda en gran parte a incentivos perversos y, con ello, los encargados legítimamente de velar por la observancia de la ley tropiecen con el muro insalvable del desprestigio de la ley.
Como lo dice el refrán: “Hecha la ley, hecha la trampa”.
Encima, con harta frecuencia, mal redactadas, expuestas, por ello, a la casuística de los leguleyos –entre nosotros, “güizaches”- que derivan en los múltiples abusos de poder a todo lo largo y ancho de la jerarquía social.
Ciudadanos, por tanto, poco educados, poco conscientes de sus derechos y obligaciones, víctimas y verdugos inconscientes de sí mismos a un tiempo. Ello se suma al otro hecho siniestro de que la misma clase política que dice gobernarnos se ha apoderado “legalmente” de la educación de la mayoría de la juventud, relegando a un segundo plano a sus padres biológicos.
Política partidista y educación, dos ingredientes sociales del todo incompatibles entre sí.
Y así, “ciegos que conducen a otros ciegos”, nos vamos en derechura al abismo al tiempo que nos disputamos rabiosamente los muy escasos recursos a nuestra disposición.
Por eso, más que un Estado fallido somos una sociedad fallida. Nos increpamos recíprocamente y nos pasamos la culpa unos a otros, mientras nuestra principal y verdadera responsabilidad, la de sabernos gobernar a sí mismos, queda en el olvido. Es más, creo que no alumbra esperanza a menos que cada uno de nosotros, en el recodo más íntimo de su persona, haga el equivalente a un examen de conciencia a fondo, sobre lo que ha logrado con su esfuerzo para el bien común y lo que ha omitido.
Sorpresas mayúsculas nos llevaremos…
Yo sé, José Rubén, que todo esto que digo es un lenguaje demasiado abstracto para las páginas de opinión de un diario. Y por ello creo conveniente hacerlo la excepción más que la norma. Pero, como dijo Oscar Wilde: “By giving us the opinions of the uneducated, journalism keeps us in touch with the ignorance of the community”. Y hemos de reconocerlo.
Derivado de todo lo anterior, se hace patente a los ojos de cualquier observador desinteresado un rasgo escasamente repartido, y que a cuya ausencia rara vez aludimos: carácter, es decir, el sabernos enfrentar a verdades y decisiones difíciles e incómodas y lograr superarlas.
Para algunos, peor aún, esto suena a moraleja. Pero no podemos saber si lo es a menos que, de nuevo, hayamos regresado a ese nuestro muy particular examen de conciencia individual a que aludí antes.
Es más, nunca sabremos si somos capaces de intentarlo a menos que medie ese muy particular examen silencioso de conciencia. Tal como lo expresó contundentemente Blaise Pascal: “El esfuerzo mental por aclararse las ideas es el fundamento de la vida moral”.
Hoy, en el mundo de la telefonía móvil y de las redes sociales, con mucha frecuencia nos encontrarnos aturdidos sobre lo bueno y lo malo, lo que más conviene o lo que nos sería mejor. Es un aturdimiento de estilo muy contemporáneo. Razón de más para intentar desempolvarlo.
Para ello necesitamos “principios de conducta justa”, no tanto intereses materiales o económicos que proteger. De nuevo, nunca podremos salir de oscuridad tan costosa si no nos detenemos a repetir por un mal cuarto de hora un sincero examen de conciencia a solas.
¿Te animas?
Así nos legarás, sólo para tu fuero interno, otra de tus muchas lecciones de civismo.
(Continuará)