POR QUÉ IMPORTA LA SOBERANÍA NACIONAL
Fecha de Publicación: 6/04/2016
Por: Armando de la Torre
Algunos guatemaltecos parecen no reconocerle importancia al tema. Quizás por lo muy abusado que ha sido por charlatanes de todos los colores ideológicos. O por no haber pasado ellos mismos jamás por la dolorosa vivencia de haberse visto “apátridas”.
O tal vez también porque ya habrán caído en la cuenta de que la aldea en la que vivimos mentalmente encerrados se nos ha vuelto “global”, y no como la pueblerina de ayer, y por lo tanto, muy remota a nuestra capacidad promedio de entenderla.
Pero, en cambio, yo me permito considerar esa paulatina y disimulada erosión de la soberanía nacional guatemalteca de la que somos testigos como de trascendental importancia.
Sobre todo en vista de las asombrosas declaraciones de hace una semana por parte del Procónsul de Obama entre nosotros, Mr. Todd Robinson: “En la lista de prioridades, el tema de soberanía está de último, cuando hay gente muriendo de hambre”…
Declaración digna de un burócrata mediocre, con el nivel universitario de un community college del área rural de Mississippi, y de un desconocimiento total de la profesión que supuestamente ejerce de enviado diplomático.
Porque ser “soberanos” colectivamente entraña a su turno una exclusiva responsabilidad individual por cada uno de nuestros actos y opiniones que trascienden al público, incluidas muy en especial sus consecuencias para el conglomerado social.
El término de “soberanía” empezó a ser politizado a principio del siglo XIV en Europa en cuanto resultado del choque de las ambiciones absolutistas de Felipe Augusto IV de Francia en contra de las no menos absolutistas del Papa Bonifacio VIII quien le era contemporáneo, mientras, en contraste, al otro lado del Canal de la Mancha, se mantenía intacta su interpretación tradicional entre los signatarios de la Magna Charta (1215), en concordancia con el ius commune (“Common Law”) generalizado por toda la Europa Medieval.
El concepto de la “soberanía” se volvió más preciso aún a lo largo de los tres siglos posteriores, en especial por obra del jurisconsulto francés Jean Bodin, aunque para aquel entonces restringida por él a la defensa de los derechos soberanos de cada monarca cristiano, pero muy en particular, de los de su rey Francisco I de Francia, frente a toda otra autoridad última, ya fuera de la tradición imperial o del Papado.
Y así se quedó por otros tres siglos hasta la Revolución Francesa de 1789, cuando los delegados a la Convención Nacional declararon que el verdadero soberano, en toda sociedad políticamente constituida en Nación-Estado, no es el rey (meramente su “primer servidor”) sino el “pueblo”.
Esta última interpretación sigue doctrinariamente vigente, aunque con ciertos recortes que se le han hecho desde la Segunda Guerra Mundial, como por ejemplo, para el logro de la Unión Europea en 1957, o para reafirmar la jurisdicción de nuevos tribunales internacionales, tal el caso de la recién instaurada Corte Penal Internacional (Roma, 1999). Esto es válido para todas las democracias de Occidente, y aún más allá, por lo menos de palabra, en el Asia y África descolonizadas.
Esa misma noción, o sea, de que el pueblo es el soberano último, también la supuso la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776 (“We the People”…) y la casi simultánea proclamación de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 en el Paris revolucionario.
Los recortes a la soberanía nacional de los últimos sesenta años valen para el común de las Naciones-Estados, pero no tanto para los cinco “Grandes” (?), es decir, las cinco potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial que se reservaron sitios permanentes en el Consejo de Seguridad de la misma y el derecho a vetar cualquier resolución mayoritaria aprobada en el seno de la Asamblea.
Para tener una idea más clara de todo esto, quizás ayude un caso que le fue diametralmente opuesto en un pasado no muy lejano.
En 1935 el Partido nazi recientemente llegado al poder por la vía democrática, bajo el liderazgo de Adolfo Hitler, promulgó los llamados Estatutos de Núremberg, que incorporó al derecho positivo del Tercer Reich los odios y prejuicios raciales de sus militantes.
Los judíos alemanes así, de pronto, dejaron de tener patria, es decir, se tornaron apátridas, o sea no merecedores de la protección por parte de un Estado soberano que les defendiera eficazmente sus derechos humanos no menos fundamentales e inalienables que los de los demás.
El 9 de noviembre de 1938 despertaron colectivamente a esa nueva realidad que aquellos estatutos de Núremberg habían supuesto. En la noche que se conoce como “la de los vidrios rotos” (“Kristal nacht”), se enfrentaron a lo que la leyes de Núremberg de veras implicaban: que eran extranjeros en su propio suelo natal, como otrora lo habían sido en el Egipto faraónico. Y vieron incendiadas más de ochocientas sinagogas, centenares de compatriotas judíos asesinados, sus cementerios profanados, y sus negocios legítimos destruidos, mientras se aceleraba el proceso injusto de la confiscación de sus propiedades. Todo, sea dicho de paso, con el propósito ulterior de forzarlos a emigrar. Pero, ¿a dónde?…
Se hallaron, pues, legalmente “sin patria”, es decir, sin la protección última de un Estado soberano que se viera obligado legal y moralmente a protegerles sus vidas y sus derechos. Y con la misma lógica, apenas tres años después, acordaron los idénticos malhechores, en enero de 1942, una “solución final” (la “Die Endlöesung”) hasta ese momento impensable: la liquidación física de todos ellos.
Lo que siguió es de todos conocidos.
Un precedente muy diverso, pero también muy elocuente, se había dado ya en la antigüedad clásica, cuando los orgullosos ciudadanos de las polis griegas fueron militarmente sometidos por las legiones romanas durante los tres siglos inmediatamente anteriores al nacimiento de Cristo. Una depresión anímica colectiva barrió con todos aquellos otrora independientes ciudadanos al verse privados, por primera vez, de las potestades típicas del ciudadano de un Estado soberano. De repente, las atribuciones más importantes que les habían estado reservadas, como sobre la guerra o la paz, o sobre el alza o baja de los impuestos, o de la aplicación de las penas últimas de la justicia penal, la pena de muerte o la para ellos aún peor, la del destierro u ostracismo, les fueron arrebatadas.
Pero al menos, en semejante marco histórico, se hicieron también por primera vez en la filosofía clásica la importantísima pregunta: “¿Cómo puedo yo ahora procurarme la felicidad personal?”
Monumental pregunta, nunca antes en la historia del pensamiento formulada. Varias escuelas filosóficas de aquel tiempo intentaron darle respuesta, y de entre ellas todavía influyen en nosotros las conocidas como la epicúrea y la estoica, de enorme trascendencia en todos los pueblos de Occidente.
¿Terminaremos así, en Guatemala, de tristes y deprimidos, gracias a los legionarios del emperador Barack Obama? Porque según Mr. Robinson, esta es para él, la soberanía de los guatemaltecos es la última de sus preocupaciones…
Contra el Estado Nacional de Guatemala se había iniciado ya un proceso sutil de su efectivo desmantelamiento desde los de tiempos de Jimmy Carter, pero esta vez, bajo Obama, con todo enconado sigilo para que no caigamos en la cuenta sobre lo que se nos viene encima, de tal manera que terminemos también nosotros todos como apátridas deprimidos, es decir, sin la protección imprescindible de un Estado soberano propio.
Esta conjura maquiavélica para despojar a los guatemaltecos de la protección soberana y definitiva de su Estado nacional, ineludible para la defensa de sus derechos más básicos, corre bajo el lema, también en apariencia inofensivo, de “la corrección política”.
¿Y quién la determina?… Otros poderes políticos que les son ajenos a los guatemaltecos, por ejemplo, desde Washington, o desde Nueva York, o tal vez desde Bruselas, por obra y gracia de ese otro Leviatán internacional al que conocemos por las siglas de la ONU…
Y así todos quienes residimos en este bello suelo somos llevados imperceptiblemente a un exilio que no es de nuestra hechura.
(Continuará)