RUDYARD KIPLING
Por Armando de la Torre
Algunos lectores quizás puedan quedarse incrédulos por el nombre con el que esta vez he escogido encabezar mi columna de opinión. ¿Un hombre desconocido para las generaciones recientes? Así es, pero no para mi generación ya gastada pero que aún palpita. Es todavía parte de una forma modesta de honrar a un prolífico autor y hasta primer Premio Nobel de Literatura de su país, la Inglaterra de principio del siglo XX, que tanto inspiró al niño y al adolecente en mí, y me despertó un hambre insaciable por conocer más horizontes y otros climas humanos.
En realidad, el pretexto remoto para este súbito homenaje a Kipling, ya muerto desde hace tantos años, que en absoluto necesita ahora, es más emocional y personal, por mí parte, que racional y universal.
Todo esto lo antecedo porque aunque mi educación formal desde la primaria hasta el final de la secundaria en La Habana, Cuba, fue de estricta inspiración francesa, nunca dejaron de interesarme otros autores muy populares de la misma época de mi juventud, como Emilio Salgari y Karl May, contemporáneos de otros muchos literarios preferidos de mi remoto entonces, como: Julio Verne y Rudyard Kipling.
Ya sé que todo esto poco encaja en la generación de teléfonos inteligentes y “selfies”.
La ocasión, entonces, próxima para este súbito salto hacia el pasado me la proporciona, sin haberlo anticipado, una gentil invitación que me hizo don Diego Pulido a introducir al público guatemalteco en algunos detalles idiosincráticos de mi formación, como parte de un relativamente reciente proyecto cultural del Banco Industrial. Equivale, desde mi muy sorprendido punto de vista, a una en exceso tardía “presentación en sociedad” de este nonagenario que soy yo, lo cual me proporciona adicionalmente el placer adulto de reírme de mi mismo.
Anteayer martes, hice esa presentación, no sé con cuánto éxito. Pero de todas maneras, aproveché tal oportunidad para leer a mis pacientes amigos el poema para mí el preferido entre todos de la literatura universal, intitulado “If”, traducible a nuestro idioma con otro no menos breve monosílabo: el “si” condicional de todos los días.
Desde hace muchos años, aprendí en la experiencia que el “carácter” de un hombre o de una mujer es más digno de ser cultivado y ponderado desde la más temprana edad que la misma cultura y los conocimientos teóricos que acumulamos casi inevitablemente durante esa nuestra decisiva aproximación a la madurez del plenamente adulto.
Y ese poema de Kipling siempre ha calzado, desde que me volví docente universitario, con mi preocupación central por aportar a la formación del carácter de cada uno de los jóvenes confiados por sus padres a mi influencia.
Una traducción aproximada en castellano del texto de Kipling en inglés reza así:
Si…
Si puedes mantener tu cabeza en su sitio cuando todos a tu alrededor
pierden las suyas y, encima, te culpan a ti.
Si puedes mantener la fe en ti mismo cuando todos los demás dudan de ti,
aunque también aceptes que abriguen sus dudas.
Si puedes esperar y no cansarte de la espera;
o si, engañado, no respondes con engaños;
o si odiado, no caes en el odio,
y aun así, no te las das de demasiado bueno o de demasiado sabio.
Si puedes soñar sin que los sueños se te vuelvan amo;
si puedes soñar y tus pensamientos no se tornan tu único objetivo;
si puedes tropezar con el triunfo y el desastre,
y tratar a esos tales impostores de la misma manera.
Si puedes soportar oír la verdad que has dicho
tergiversada por villanos para engañar a necios,
o ver cómo todo aquello por lo que has dado la vida se derrumba,
y volver a reconstruirlo con herramientas desgastadas.
Si puedes apilar todas tus ganancias
y arriesgarlas a una sola jugada;
y perder, y empezar de nuevo desde el principio,
y nunca decir palabra sobre tu pérdida.
Si puedes forzar tu corazón, y tus nervios y tendones,
a cumplir con su deber mucho después de que ya se hallen agotados,
y así resistir, cuando nada
te resta salvo la Voluntad de decirles: “¡Resistid!”.
Si puedes hablar a las masas y conservar tu modestia,
o pasear junto a reyes sin menospreciar por ello a la gente común.
Si ni amigos, ni enemigos, pueden herirte.
Si todos, en cambio, pueden contar contigo, pero ninguno en demasía.
Si puedes llenar el minuto implacable
con sesenta segundos de preparación diligente,
tuya es la Tierra y todo lo que en ella se mueve,
y —lo que es mucho más—: ¡ya te habrás hecho un hombre, hijo mío!
Por mis múltiples experiencias de vidas, puedo hoy atestiguar de la verdad de lo entrañado en tal poema. Ayn Rand lo podría haber elevado al equivalente a su Atlas empresarial; pero yo lo hago más bien el trasunto de todo hombre y de toda mujer anónimos que se enfrenta a la vida tal cual es y jamás se dejan derrotar por los eventos que los asalten.
En mis ya largos años he visto enfermos casi muertos regresar a su más intensa creatividad de sus años mozos; exiliados viejos y cansados, y en tierra extraña, rehacer su triunfante destino; o atormentados por la culpa levantarse de sus rodillas y ponerse de pie para repararlas; de incomprendidos que logran ser aplaudidos tras décadas de público rechazo; de cegados por el prejuicio, o el odio, que vuelven a ver diáfanamente; hasta de analfabetas que logran reeducarse válida y eficientemente; de locos que vuelven a la cordura, y de casi difuntos que regresan a gozar de la vida, “¡oh gozo!”, como exultó Giuseppe Verdi por la boca de Violeta hacia al final de “La Traviata”.
Los milagros, amigos, sí se dan y a los más heroicos de entre ellos alude Kipling con su poema “If”…
Pero no para todos, los timoratos se excluyen así mismo. Para estos últimos les recomendaría el cultivo previo de esa llave mágica que es el carácter, a cualquier edad, en cualquier meridiano, en cualquier condición social. De nunca aceptar dar un “sí” definitivo al fracaso precisamente porque algunos otros sí lo han dado.
Esta, don Diego, quisiera fuera mi herencia y que alguno, tal vez, la recogiera aún hoy.