NIDYA DE FLORES
Armando de la Torre
Se hizo presente en mi oficina como una joven de apenas 21 años, tímida y delgada, pero con una sonrisa que me cautivó desde el primer momento. Llegó acompañada de su esposo, recién casado con ella, otro joven igual de tímido, igual de risueño, pero de pronunciado corte intelectual. Por casi treinta años se me hizo Nidya mano derecha en el trabajo.
Y así, por casi treinta años, llegué a descubrir muy pronto sus preciosas dotes de carácter honesto, servicial, desinteresado, firme y cumplidor a rajatabla, sin concesiones a sí misma.
No hizo tal impresión sólo en mí. Casi enseguida descubrí que se hacía vivencia única y alentadora para todos los demás. Reservada y muy cortés como era, hubiera podido, sin embargo, ganar cualquier concurso de popularidad entre el personal administrativo de la Universidad Francisco Marroquín.
Sumamente agradecida, ponía inmediatamente por obra cualquier consejo o sugerencia que se le diera para su superación personal. Le dije, por ejemplo, que si habría de ser mi secretaria ejecutiva tendría que mejorar su dominio del idioma inglés. Sin yo saberlo, a los pocos días ya estaba matriculada en el IGA.
Libro en esa misma línea del que oía un comentario favorable por parte de los catedráticos libro que procuraba hallar y leer en seguida. Obtuvo una Licenciatura en Literatura, sin jamás hacer alarde de ello.
Redactaba muy bien y acariciaba el sueño de ser un día escritora. También me impresionaba con su sentido común, tan sobrio, tan seguro de sí, tan sencillo pero siempre acertado. Me edificaba su modestia y su conducta respetuosa hacia todos. Me acostumbré a verla como el adulto prematuramente ejemplar en que se transformó en pocos meses.
No menos me conmovía su ternura y su sentido de responsabilidad con los que formaba a una linda hija suya por adopción. Jamás la vi alterada, o colérica, o hacer juicios de valor precipitados contra nadie. Alguna vez hube de confesarle que la imagen que yo había discernido de su manera habitual de trabajar me recordaba la de la paradigmática doña Vera de Aguirre, la secretaria ejecutiva, a mis ojos perfecta, de todos los sucesivos Rectores de la Universidad Francisco Marroquín.
Pero, desconocido para todos, el cáncer acechaba como una serpiente que habría de arrebatárnosla al fin de cuentas. Esa terrible enfermedad le hizo sufrir con muy pocas pausas durante cuatro años. La enfrentó con su habitual entereza, mientras ocultaba sus lágrimas de los ojos indiscretos de los demás. Mostró en ello su temple de heroína humilde, que solo se apoyaba en su profunda fe en Dios y en el respaldo amoroso de su familia y sus amigos más íntimos.
Lo más humano en ella que creí descubrir fue su hondo sentido de la gratitud hacia todos y por todo, sin parar mientes en lo que ella a su turno regalaba efusivamente a los demás con su hermosa sonrisa cotidiana, su dulce sentido del compañerismo y su férrea entrega al deber de cada día.
Fuera del círculo estrictamente familiar, creo haber sido el más enriquecido por ella a lo largo de casi treinta años y quiero dar fe de mi deuda en estas líneas.
Lo que me lleva a pensar sobre la gran riqueza humana que se oculta tras el porte siempre mesurado, siempre eficiente y siempre bondadoso de nuestro personal administrativo en la Universidad, mayoritariamente femenino, gracias al cual los demás podemos intentar educar a nuestros jóvenes en completa paz y en absoluto orden.
Esos nombres ilustres de los ya idos de quienes tanto nos enorgullecemos los todavía en camino, Salvador Aguado, Jesús Amurrio, Joseph Keckeisen, Giancarlo Ibargüen, Rodolfo Herrera Llerandi, Adolfo Lau y, por supuesto, Manuel Ayau, o como de quienes todavía aportan al enriquecimiento moral y científico de Guatemala, tales Rigoberto Juárez Paz, Eduardo Suger, Ramiro Alfaro, Siang de Seidner, Geraldina Baca, Amable Sánchez, Ángel Roncero, Francisco Pérez de Antón y tantísimos otros que aún abren surcos en nuestra cultura. Todos lo han podido hacer apoyados en esa masa selecta del personal administrativo, que anónima y profesionalmente, trabaja y construye.
Entre estos últimos, se contó durante casi treinta años, Nidya de Flores.
Un dato elocuente: su dolorosa y prolongada enfermedad final significó un gran dispendio de recursos. Pero Nidya y Oscar pudieron hacer frente a tal reto aproximadamente en un 50%; la otra mitad, gracias al aporte económico espontaneo y solidario de sus compañeros de trabajo.
Que Dios le conceda el descanso eterno a esa risueña e infatigable luchadora por las causas buenas, y que su ejemplo laboral jamás sea olvidado.
En cuanto a Oscar Flores, culto profesor en la Universidad de San Carlos, y a la abnegada madre de Nidya, solo me queda unirme a sus agradecidas oraciones, a la espera del reencuentro definitivo y agradecido de tantos, más allá del tiempo y del espacio, en el corazón de Cristo.
Amén.