La CICIG NO debería continuar
Por: Armando de la Torre
A la hora de escribir estas líneas, ya es un hecho que el Presidente prorroga la presencia de la CICIG por dos años más.
El CACIF también la aprueba; la USAC, por supuesto; las organizaciones “pro derechos humanos”, no menos. Y los partidos políticos, rara vez se animan a ir contra la corriente.
Incluso este diario para el que escribo, con el valiente José Rubén Zamora al frente, no se ha quedado atrás en una vehemente apología de la CICIG.
Con todo respeto para ellos, yo disiento.
Iván Velásquez es el único personaje moralmente íntegro que nos ha obsequiado la ONU. Porque sus dos antecesores, el español Castresana y el tico Dall’Anese, resultaron remedios peores que la enfermedad que supuestamente venían a curar.
En cambio, el colombiano Velásquez se ha mostrado el único Alto Comisionado que ha ejecutado acciones de acuerdo a lo esperado de su alta investidura.
De todos modos, hasta hoy un magro promedio de efectividad para siete años de supuesto trabajo investigativo.
Pero no está ahí la raíz de mi disenso. Tiendo a ver los fenómenos sociales desde el único punto de vista que se me hacen inteligibles: el largo plazo. Y desde esa perspectiva juzgo.
Guatemala, en todo el planeta, es el único país cuyos hijos se han declarado oficialmente menores de edad a perpetuidad. Desde el gobierno de Vinicio Cerezo, todos los que le sucedieron en el poder han sido políticos tan ciegos para el largo plazo como los murciélagos y tan laboriosos como el “perezoso” de nuestras junglas centroamericanas. Aunque ha de reconocérseles algunos de ellos cierta capacidad de emprendimiento para apropiarse de lo ajeno.
La CICIG, aun en su mejor momento, que es el actual, constituye una constatación ante los ojos del mundo entero de que nos creemos hombres y mujeres incapaces de sabernos gobernar. Lo cual resulta más creíble si recordamos bajo qué gobernante se propuso la presencia de la CICIG entre nosotros. También, muy en particular, si además se tiene en cuenta todo lo acaecido bajo Álvaro Colom y Otto Pérez Molina, durante estos casi ocho larguísimos años, con sus respectivas medias naranjas, Sandra Torres y Roxana Baldetti.
Pero para desencanto de la piña plañidera del patio local, reitero que la mayoría, por el contrario, somos adultos hechos y derechos, respetuoso de la ley, cumplidores de nuestros contratos, cautelosos, y aun luchadores, que para nada necesitamos la guía de otros que se crean mejores porque nos llegan allende el mar por invitación oficial. Concedo, empero, que entre la clase política guatemalteca que se ha disputado las migajas del poder bajo la Constitución “desarrollada” de 1985, algunos han estado muy por debajo del nivel del betún de los zapatos que “internacionalmente” calzamos.
Aquellos disparatados e inmorales “acuerdos de paz”, concluidos por Álvaro Arzú para apaciguar a los violentos analfabetas funcionales de la guerrilla, el 29 diciembre de 1996, nos han legado, entre otras desgracias, todo menos la paz “firme y duradera” con la que nos embaucaron.
Guatemala, progresa, a pesar de ellos, debido al carácter emprendedor y la tenacidad productiva de la mayoría de sus hijos que, con frecuencia, se reclutan entre los más pobres. Lo prueban nuestros casi dos millones de valientes emigrados hacia el Norte. Encima, nos hemos mostrado competitivos a nivel internacional en ciertos rubros, a pesar de cargar a nuestras espaldas con la rémora en que se nos ha convertido nuestro fallido sector público.
El costo de tener gobierno, pues, nos resulta cada vez más oneroso. De ahí solamente proviene esa otra mentalidad pordiosera, que carcome el carácter nacional. Lo que nos ha llevado crecientemente a una actitud de vivir con la mano extendida y sólo para recibir, jamás para dar. Lo que me recuerda aquella frase de un humanista que llegó a ser Jefe de Estado entre nosotros: Juan José Arévalo. En una ocasión, ante una oferta “de ayuda” del Departamento de Estado de los Estados Unidos, la rechazó con el argumento de que “con una mano se recibe la ayuda y con la otra se entrega la soberanía”.
Desde 1986, nos hemos condicionado mentalmente a la supuesta “ayuda” de los integrante de Contadora, de MINUGUA, de la Comunidad Europea, de los Estados Unidos y Canadá, de Noruega, de los países miembros del “ALBA”, hasta de la Nicaragua de Daniel Ortega y Rosario Murillo, que nos ven de menos a través de sus aisladas experiencias con ciertos políticos y “diplomáticos”, holgazanes de oficio, en ocasiones hasta semi-analfabetas, y delincuentes en potencia con tal de “salir de pobres”. Cuando tropiezan esos mismos, en cambio, con chapines de otra envergadura, como Gert Rosenthal o Edmond Mulet, se quedan atónitos y se desviven por reconocerles una autoridad moral internacional.
Recordemos que jamás ha habido un pueblo que haya llegado a la prosperidad a base de dádivas. Y que tampoco ningún joven se ha hecho hombre o mujer por la vía exclusiva de los mimos. Es más, en mi larga experiencia docente, he podido comprobar que al joven a quien se le exige mucho, devuelve más de lo mucho que se le haya exigido y que, por el contrario, a quien se le exige poco devuelve menos de ese poco que se le exija.
En realidad, todo se reduce a la formación del carácter, al que muy escasos políticos prestan una atención distraída. Por ejemplo, el principio tan sano y sencillo de que “quien la haga la pague”, brilla por su ausencia entre sus prioridades. El resultado: 98% de los delitos que se cometen entre nosotros nunca llegan a sentencia. A eso se le llama “impunidad”; yo prefiero llamarlo: ausencia colectiva de carácter.
Para todo diferimos a supuestos “derechos humanos” que apenas entendemos, por ejemplo, a la hora de rendir cuentas, o de exigirlas. Por eso abundan entre nosotros los mayores de edad, malcriados, que irrespetan toda ley y hacen víctimas de los demás.
Nada pueden saber del deleite de la paz de la conciencia que se nos depara tras el deber cumplido. Para ello, nadie sensato precisa en absoluto de una CICIG.
¿Cuándo aprenderemos, pues a gobernarnos?
Cuando dejemos de ser tan cómodos y pusilánimes.