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El Éxito sin Principios es un Espejismo


Por: Armando de la Torre

Queridos rotarios: “¿Qué debo hacer?” O “¿qué no debo hacer?”

        Esta es la pregunta clave que nos hacemos todos a la hora de escoger, decidir u omitir un curso de acción. Ahí está la raíz de la importantísima área de los estudios éticos y morales.  Por ahí comienza la noble inquietud de conciencia que distingue al hombre y lo separa del resto de la creación. Lo que significa, en cambio, es que al nivel subhumano no hacen falta criterios morales porque el instinto ciego de cada especie para lo conveniente o inconveniente suple a tal función orientadora.

         Por eso los tratados o cursos de moral o ética a nivel universitario se restringen en exclusiva a la acción humana, no a la de cualquier otro ser viviente. Pues sólo al hombre concierne, porque sólo el hombre puede entender y sólo el hombre es libre para escoger entre lo que entiende.

        Los maestros de la ética y de la moral suelen subrayar que cualquier elección humana es reducible a una elección consciente entre una escala de “valores” de entre la que se escoge, es decir, de “bienes” que desea o persigue, a unos como más importantes para él que a otros. A eso se reduce, al menos en teoría, la génesis de toda decisión, acción o elección de cualquier hombre con la capacidad de tomarla: o sea que los valores que le son subjetivamente “inferiores” o menos importantes le son sacrificables en pro de otros valores que no menos subjetivamente los aprecia como “superiores”.

        En conclusión, a eso se reduce lo que creemos en un momento dado que estamos llamados a hacer.

       ¿Llamados por quién o por qué? Para los epicúreos helenísticos, todo lo racionalmente más placentero nos ha de motivar según su orden de importancia para generar placer. Para los estoicos que les fueron contemporáneos, en cambio, todo lo que encaje mejor en el orden racional del entero cosmos, nos sea placentero o no. Para ciertos biólogos darwinianos modernos, por otra parte, lo que más eficientemente parezca responder a la urgencia por adaptarnos a nuestro cambiante ambiente, so pena de perecer. Para ciertas religiones y otras tradiciones fatalistas, hemos siempre de acatar lo que el destino ciego nos haya deparado, o por el capricho de los dioses.

        Pero para los creyentes en un solo Dios que nos creó a su imagen y semejanza, es decir, como seres racionales y libres, todo aquello que nos prescriba su voluntad revelada en la historia, o nuestra naturaleza humana por El así diseñada.

      Pero independientemente de la obligatoriedad que cada llamado implique para nosotros, me permito sugerir ahora una corrección al título escogido para esta conferencia, pues he preferido que se intitulara “El éxito sin principios es un espejismo”.

       Porque si retenemos el título original que se me propuso, “el éxito sin valores no es éxito”, tropiezo con ciertas confusiones lógicas.

       En primer lugar, porque al “valor” se le suele definir como todo aquello que un hombre desea adquirir o poseer. Así entendido, “todo lo que se desea” equivale a un “valor”, aunque a juicio de otros pueda significar exactamente lo opuesto, es decir, un “antivalor”. De lo que se sigue que los “valores” de los mafiosos y abusadores de lo ajeno son también, en cuanto valores, aceptables para lograr el éxito, precisamente lo contrario de lo que se pretendería entender por cualquier persona “decente”.

     Por esto prefiero referirme aquí a principios en vez de valores de conducta justa, moral o ética, como, por ejemplo, las prohibiciones absolutas de nunca mentir, o robar, o matar, o, simplemente, no hacer mal al inocente.

        Tales “principios” de buena conducta han de entenderse desde el punto de vista del largo plazo, o aun desde toda la eternidad, respecto a cada una de nuestras acciones voluntarias. Es decir, que usualmente no caben en ellas “reglas de buena conducta” al corto plazo entre las que podamos hacer excepciones a nuestro antojo. Constituyen lo que otros han llamado “criterios”, luces por las que podamos saber cómo comportarnos, cuándo y dónde, como nos lo mostró el autor español Jaime Balmes en su obra “El Criterio”.

      Ese pensador más ilustre y conocido, el alemán Immanuel Kant, propuso como norma universal o principio categórico de conducta para todos el respeto a toda otra persona como un fin en sí mismo, jamás como un mero medio para nuestros fines particulares. Sobre tal principio categórico, por tanto, propuso Kant a fines del siglo XVIII la abolición total y definitiva de la institución, entonces todavía conceptuada por muchos como de derecho “natural”: la esclavitud.

      Es decir, que para Kant toda interacción entre humanos habría de excluir el juego de la fuerza, también conocido como juego de suma-cero, aquel en el que la ganancia de uno es la pérdida del otro, precisamente el caso de la esclavitud.

        Esto abrió, sea dicho de paso, el camino para la justificación moral de otra institución no menos importante y universal, la del contrato, es decir, todo acuerdo voluntario de intercambio entre dos sujetos libres, en el que ambos esperan ganar simultáneamente, el juego también llamado suma-positivo.

         Por otra parte, la fidelidad a principios siempre supone carácter, es decir, la capacidad de decir “no” a lo que nos agrade, sea persona o cosa, o a lo que podamos creer que nos será útil para el éxito.

            Lo que implica que no puede darse un hombre o una mujer de éxito sin algunos principios de conducta recta que habrá tenido en cuenta a la hora de actuar. Por lo tanto, llamar exitosa la conducta sin principios que pudo haber conducido al éxito, es una afirmación por lo menos ingenua, esto es, con olvido de su insensatez o sinsentido lógico.

            Por ejemplo, la fidelidad a la palabra dada, o más general, la intención perpetúa a no abusar del inocente o del ignorante para acomodarlos a nuestros objetivos muy particulares y, encima, ocultos, quedan permanentemente excluidos de entre las opciones para el hombre o la mujer honestos.

            Los “principios” son parte integrante del éxito verdadero. En cierto sentido son el equivalente contemporáneo a lo que los antiguos solían llamar “virtudes”, por ejemplo, la perseverancia, la fortaleza, o la prudencia, que suelen llevar al hombre a alcanzar sus metas, eso que llamamos “éxito” sin que nos lo amargue angustia alguna de consciencia.

            A veces el éxito permanece oculto a nuestros propios ojos pero no a los ojos de los demás. Ello también se habrá debido, en último análisis, a nuestra fidelidad a principios de buena conducta.

            Con frecuencia, sin embargo, se cree “éxito” lo que aparenta serlo, pero que al largo plazo no lo es. El estafador “exitoso” porque logró engañar a ingenuos o desprevenidos no ha tenido, entonces, éxito alguno desde este punto de vista. En realidad, no entendemos aquí,  por lo tanto, lo que desde la perspectiva del largo plazo no lo es.

             El Casanova que desflora una virgen más no lo tenemos en nuestro sentido como un hombre aceptablemente exitoso. También Pablo Escobar, por ejemplo, dejó a sus herederos, al caer acribillado de balas en un techo de tejas en Medellín, unos cinco mil millones de dólares que posteriormente fueron confiscados por el Estado. Tal cantidad amasada por ese ya cadáver ¿lo llamaría alguien un éxito?

        Hitler sometió a su voluntad a casi toda Europa por un período de doce años.  La dejó reducida a escombros, amargada y hambrienta. ¿Su imperio de sólo doce años, un éxito verdadero?

       Joseph Stalin transformó la Unión Soviética en una potencia industrial al precio de cuarenta millones de vidas miserablemente sacrificadas y de la esclavitud de otros doscientos millones… ¿Otro “éxito”?

        Todo ello sin traer a cuenta la justicia divina, la del más largo de todos los plazos. “¿De qué le vale al hombre ganar todo el mundo si su alma sufre detrimento?” (Mr. 8:36)

            El “éxito” es algo que se construye o se logra a base de sudor y lágrimas y también, en ocasiones, de sangre propia, y por un tiempo dilatado.

Jesús dijo: “Cuando Yo sea elevado de la tierra (en la cruz), atraeré a Mí todas las naciones” (Jn. 12: 32).  Dos mil años después esa verdad es todavía evidente. Eso también es un éxito, aunque esta vez divinamente paradójico.

          Cristóbal Colón descubrió un “Nuevo Mundo” durante su viaje para encontrar otra ruta más corta y segura al Oriente. También un éxito histórico.

         Louis Pasteur halló el método ideal definitivo hasta el día de hoy para la fermentación de la leche, o Edward Jenner descubrió la vacuna antivariólica todavía en uso. Igualmente, eso es éxito.

          O la formulación matemática de la gravitación por Isaac Newton sigue estando en uso a pesar de las acertadas correcciones de la física quántica de hoy. Newton, por tanto, también fue un pensador exitoso.

       O Cornelius Vanderbit cruzó de trenes del Este al Oeste y de Norte a Sur todo el continente septentrional de América, y Nelson Rockefeller halló un uso universal efectivo para el petróleo, como Andrew Carnegie para el acero, o Thomas Edison para la corriente de electricidad continua, o George Westinghouse para la electricidad alterna, y Henry Ford, a través de líneas de ensamblaje, logró un automóvil accesible a la mayoritaria clase media, o Bill Gates, que nos ha abierto todas las super carreteras de la información, sin uso de la fuerza ni engaño, también, por tanto, hombres de éxito.

            O la Madre Teresa de Calcuta, que devolvió la dignidad humana a los moribundos más olvidados del planeta, o Florence Nightingale, que aportó el toque femenino del tierno cuidado y del consuelo a todos los campos de batalla modernos, o Edith Piaf, que supo extraer de la música de los arrabales de París, las dulzuras melódicas más inolvidables, o, la Premio Nobel de Literatura Gabriela Mistral, que supo hacer cantar el corazón de todos al ritmo de sus rimas apasionadas, esas son mujeres de éxito.

           O hasta los personajes ficticios como Don Quijote o Romeo y Julieta, emblemas permanentes de la más excelsa locura idealista o del más apasionado despertar sentimental, permanecen como los símbolos perpetuos del éxito literario de Cervantes y de Shakespeare.

          El “éxito”, a fin de cuentas, lo confirman “otros” con el paso de los años. Vicente Van Gogh nunca vendió en vida uno de sus cuadros, excepto dos que le compró su hermano por compasión. Pero después de su muerte ha sido el artista plástico más cotizado de la “Belle Époque”. ¿No somos acaso nosotros, muchos años después, quienes lo hemos elevado post mortem a la cumbre del éxito pictórico?

       Todo mercado gira en torno a las apreciaciones subjetivas de sus agentes, los éxitos atribuibles a la promoción comercial ahí incluidos.

            Y en lo personal, el hombre o la mujer seguros de sí mismos, se lo atribuyen con cierto fundamento, como lo cantaba Frank Sinatra, a “I did it my way”. Esta es la satisfacción que Eric Ericson identificó entre las etapas del hombre como la de la “Integración”, es decir, cuando el hombre en sus últimos años de vida vuelve la vista hacia atrás y acepta con serenidad todo lo que ha vivido, aun cuando “with a few regrets”.

         También hasta Dios, a través de su Iglesia, interviene en el reconocimiento del éxito de algunas de sus criaturas humanas. Eso es, ni más ni menos, la esencia de los procesos de beatificación y santificación, que empiezan por una constatación del ejercicio previo en cada caso de “virtudes heroicas” reconocidas a esos héroes.

       Por otro ángulo, nunca podemos estar seguros individualmente de haber alcanzado lo que llamamos “éxito”, sobre todo al largo plazo. ¡Cuántas veces en la historia de la humanidad se le ha revocado el sello de la verdad a una hipótesis científica o a una explicación filosófica! ¡Cuántas veces también hemos cambiado y transferido el rasgo del “heroísmo” de unas vidas a otras según nuestras variables perspectivas de buenos y malos, de exitosos y fracasados!

         En todo caso, la fidelidad a los principios que nos conducen al verdadero éxito nos aporta la paz de la conciencia con la que arrostrar derrotas, fracasos o ataques injustos. Así hemos paso a paso superado muchas de nuestras ingratas debilidades y escaseces. En realidad, todo lo mucho de bueno que nos ocurre en la vida en alguna forma se deriva de otros hombres y mujeres que llamamos “buenos” porque fueron hombres y mujeres de carácter.

       He ahí lo que  nos distingue de los fracasados. Es de ahí de donde nos viene la fuerza para oponernos a la corriente de los mediocres. Es de ahí de donde nos ha llegado todo éxito verdadero.

          En todo caso, cada uno habla de la feria como le fue en ella. Y el Uno que en definitiva cuenta nos lo hará saber lo acertado o equivocado que hemos estado al momento de nuestro tránsito al éxito o al fracaso eternos.

Que Dios los haga a través de la fidelidad a los principios muy exitosos.

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