LA BUENA NUEVA
Por: Armando de la Torre
Es éste un mensaje que recojo de Henri de Lubac “El Drama del Humanismo ateo”: hace dos mil años el mundo del “mare nostrum” de los romanos pasaba por una etapa crítica de escepticismo desesperado. De que los hombres somos embusteros; de que los dioses no existen, se mostraban crecientemente convencidos los más cultos de la sociedad de aquel entonces. Y la muerte, para ellos, sólo nos abre la puerta a la nada.
Cual un eco a la advertencia del Génesis repetida cada miércoles de ceniza: “Recuerda, hombre, que polvo eres y en polvo te has de convertir.” Con ese trasfondo, el pagano se limitaba a aceptar que el mundo del más allá les estaba poblado sólo de ficciones, humanoides para los timoratos y de fábulas para entretener crédulos. También presentían que las mitologías no eran más que herramientas mentales para justificar desde el más allá todo sojuzgamiento de unos por otros en el más acá.
Con ello se le negaba al hombre desde la raíz toda trascendencia. No era posible diálogo alguno entre lo humano y lo divino. Somos simplemente como briznas de hierba bíblicas que “florecen al amanecer y se marchitan al atardecer”… La materia, y sólo la materia, lo era todo y por toda la eternidad, en armonía con las enseñanzas del gran Aristóteles. Les cubría un cielo de bronce muy pesado: y de ahí el mundo de Tiberio, Calígula y Nerón. Ni Platón ni sus Formas Ideales valían: la justicia, la más excelsa de todas, no habría de ser otra que la del más fuerte.
Epicuro, en cambio, sí había tenido razón: “Goza al máximo del momento” pues muy probablemente no se te dará otra oportunidad de goce durante los pocos días que presumiblemente te quedan en la tierra. Lo injusto queda y lo doloroso permanecerá por la mayor parte de tu existencia. Por tanto, a lo sumo, podrás arrebatar algunos instantes de felicidad si calculas bien entre lo breve y lo prolongado, entre lo intenso y lo superficial, entre lo fructífero y lo estéril. Pero después de tanto cálculo hedonístico, nunca lo olvides, regresaras a la nada de la que surgiste. “Carpe diem”, aprovecha tu día, concluían los romanos.
En ese mundo, no había lugar para la esperanza; mucho menos para el perdón, o, como lo ha concluido en nuestros tiempos, a partir de esa herencia cultural, Ayn Rand: “el egoísmo es una virtud”. Todo dar de sí es quimera, como las del Quijote. O “una pasión inútil”, como lo interpretó Jean Paul Sartre.
La libertad y la responsabilidad individuales, por consiguiente, esas que nos permiten a cada uno de nosotros ser “el arquitecto de nuestro propio destino” es delirio, nada más, que de poetas nada prácticos ni realistas. Al fin y al cabo, también todo es relativo, nada es absoluto.
Visión toda ella muy contemporánea para muchos desesperados. Los del mundo de Stalin, Hitler y Mao, ayer, y de Pol Pot, Castro by Hussein más recientemente.
Pero no menos aquella civilización mediterránea fue sacudida por algo que nadie pudo imaginar, mucho menos anticipar.
Repentinamente, un solo Dios sí existe, que, para mayor sorpresa ininteligible, se acaba de hacer carne, a fin de que pudiéramos verlo, tocarlo, abrazarlo, en una palabra, saltar de lo infinito a lo finito, es decir, dialogar con Él.
Inaudito, inimaginable, incomprensible, por tanto, irremediablemente Misterioso. Todo ello, para mayor confusión, resumido en un recién nacido, trémulo en un pesebre para bestias, su única cobija “porque no había sitio en el hostal.”
Algo del todo desconocido que nos vino a dar a conocer otra dimensión de la realidad, la invisible y eterna, a la que sólo podemos acceder luego que hayamos lavado nuestras impurezas terrenales en las lágrimas del arrepentimiento.
Viraje mayúsculo, desconcertante y gozoso a la vez. Sí hay, entonces, lugar para la esperanza, hermanos, lo que nos separa a los hombres de todo lo demás creado. Que hubo de llevar a San Agustín a la atrevida afirmación de que “Nos hiciste, Señor, para Tí e inquieto anda nuestro corazón hasta que descansa en Tí.” A lo que habría de seguir su mansa protesta: “¡Qué tarde te he conocido!”
La vida, entonces, -se dijeron los eruditos ateos del Helenismo,- sí tiene sentido, y la esperanza, de repente, su lugar. Todo esfuerzo sí vale la pena. El sacrificio personal ennoblece. Y la vida no es pasión inútil.
¡Qué gran buena nueva esa que nos llegó de Belén de Judá hace dos mil años! “In dulce iubilo” como lo canta el clásico motete medieval arreglado por Bach, “Nun singet und seid froh”, cantad ahora y alegraos ¡La esperanza brota a lo largo de nuestro sendero de naturaleza caída mientras peregrinamos hacia una forma de vida más auténtica e infinitamente mejor!
A todo apunta la celebración anual que llamamos “Navidad”. De ahí el gozo seductor de los mártires, la mansedumbre franciscana, el perdón desde el anonimato, la paz de conciencia verdadera…
Con algunos retoques adicionales de gran trascendencia: el tiempo queda abolido y toma su lugar lo que jamás tendrá fin. Esa nueva vida que se nos entrega, es además, Amor, hecho eje de todo lo que se mueve: el filial, el fraterno, el amistoso, el agradecido en sólo un diálogo trascendente entre criatura y su Creador.
Para un gran precio ya pagado: la Cruz, que dará sombra anticipada a ese niño en el pesebre, enmarcado, sin embargo, “In dulce iubilo”, por sus padres, por pastores, por magos llegados de muy lejos, y por una estrella muy especial.
Lo que hizo a un insignificante cruce de rutas el ombligo del mundo. “Porque tú, Belén, aunque eres pequeña entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que ha de ser Señor en Israel.” (Miqueas 5,2).
Un mundo vacío de valores de pronto rebosó de ellos. Y para dar testimonio de su eficacia en el tiempo, los mártires se prestaron al suplicio y los sabios a la heroica tarea de reinterpretar a esa nueva luz todo lo hasta entonces conocido.
Nuestro cosmos ya es otro, inabarcable, eso sí, como siempre, por nuestra mente escudriñadora, pero íntimo y próximo por la fe en la propia evidencia de su misterio.
Ya desde entonces hemos vivido en otra dimensión nunca antes sospechada que nos ha sido dada gratuitamente: la de la certeza con que rozamos el misterio divino a diario y, más importante aún, la de la esperanza. Hasta un neo marxista, Ernst Bloch, se contagió de la esperanza judeocristiana y escribió “Das Prinzip Hoffnung”, El Principio “Esperanza” que, según este distinguido pensador, se ha hecho históricamente la savia de la vida del espíritu.
Concuerdo del todo. Sin esperanza no vale la pena ni siquiera respirar. Por eso acertadamente la Iglesia la venera entre las tres máximas virtudes teologales. Eso, y tanto más, nos lo trajo aquel niño del todo anónimo y aparentemente insignificante cuyo natalicio celebramos hoy con un estruendo quizás excesivo.
La esperanza nos mueve a soñar con que podemos ser mejores. Desde aquella noche única, nuestro paso por este pequeño planeta rocoso se ha vuelto una espera alborozada. Cristo nos contagia su esperanza pura, pues responde a lo más íntimo de nuestra naturaleza de primates dotados de “libertad”, que nos permite planear, idear, fijarnos metas, crear nuevos mundos y quedarnos todavía a la espera de lo inesperado.
Por la esperanza devenimos capaces de entregarnos, amarnos, anticipar lo mejor. De solo nuestra naturaleza sabemos que abriga esperanzas. Las demás criaturas existieron y existen sólo para el presente; la excepción humana, en cambio, vive también para el porvenir, y excepcionalmente, sólo para él. Lo ideal es inmarcesible, y sin un mañana no puede tener espacio en nuestras vidas.
La esperanza es la más vivificante fuente de energía, mucho más allá de todos los otros modelos mecánicos e inconscientes que sospechamos en todo lo creado desde el “Big Bang”. Sólo si hay esperanza vale la pena medir el tiempo; sólo si hemos sido capaces de esperar podemos recordar, podemos entender, se nos puede perdonar.
Y ¿cuántas veces? “Setenta veces siete”, nos dice el dador de la esperanza.
Espero y deseo una feliz Navidad para todos, para quienes ya me han perdonado y para quienes se aferran a mi condena. Al fin y al cabo, gracias a Dios, todos estamos arropados en la misma alegría de una espera… y ya ninguno, desde la primera Navidad, debería tiritar en el frío de la desesperanza.
Como recuerdo haber leído una vez del periodista cubano Sergio Carbó: “¡Levantemos, en estos días tan especiales, por tanto, nuestra copa a la salud de Cristo!”
¡Enhorabuena!