OTRO ADICIONAL DILEMA ÉTICO
Por Armando de la Torre
Publicado en ElPeriodico
9-01-2016
Cada avance de la tecnología se constituye en una nueva pregunta para la Ética: moralmente ¿bueno o malo?, ¿aceptable o intolerable?
Así, por ejemplo, sucedió en su momento con la invención de la imprenta en el siglo XV; así también con cada nueva conquista artesanal o industrial desde entonces como el teléfono, la radio, la televisión, las redes sociales vía Internet…
Pero también cada una ha constituido un paso significativo hacia una mayor libertad en cada persona en contra de cualquier monopolio del poder: el de los gobernantes soberanos, el de los monopolistas comerciales, o el de los dictadores eclesiásticos…
Un ejemplo relativamente reciente: a finales de la década de los ochenta del siglo pasado el avance tecnológico más popular lo constituyó por unos pocos años el FAX, un ingenioso aparato impresor que enviaba textos y fotos vía telefónica. Por eso, cuando los más reaccionarios partidistas de la Unión Soviética estaliniana escenificaron un golpe de Estado contra las reformas democráticas promovidas por Gorbachov y Yeltsin en 1990, coparon todos los medios de comunicación tradicionales para anular de cuajo tales reformas. Pero se les olvidó la existencia por aquel entonces ya muy extendida del FAX. Fue a través de esa novísima invención que el resto del mundo pudo enterarse de lo que sucedía en Moscú a puertas cerradas. El pueblo se lanzó a las calles y en setenta y dos horas el golpe de los marxistas-leninistas más ortodoxos se había venido abajo. Y así dejó de existir la Unión Soviética.
Ese incidente me recordó otro parecido de veinte años antes. Cuando los generales franceses a cargo del Ejército en Argelia intentaron un golpe de Estado contra la V República a cuya cabeza figuraba Charles De Gaulle, también olvidaron la reciente introducción en el mercado radial de unos transmisores inalámbricos de bolsillo muy populares al momento entre los soldados. A través de tales aparatillos, la tropa común y corriente pudo mantenerse al tanto de las arengas anti golpistas desde París del Presidente de la República y jefe constitucional de todas las fuerzas armadas, por ellas rehusaron obedecer las órdenes de sus inmediatos superiores. El golpe se vino abajo en pocas horas.
Ahora cada ciudadano común y corriente disponemos ilimitadamente de esos nuevos poderosos vehículos que son las redes sociales, última conquista hasta ahora derivada de la tecnología digital -o de la cibernética de la década de los cincuenta del siglo veinte. En unos quince años, esas redes nos han liberado progresivamente a todos de los monopolistas de la prensa escrita y de la televisión que se decía supuestamente abierta. Hoy cualquier mozalbete o cualquier agitador irresponsable (léase también cualquier reclutador para el Estado Islámico), así como cualquier calumniador o hasta extorsionista tiene libre acceso por las llamadas redes sociales al amplio mundo heterogéneo de la Internet, y a través de ella al entero planeta.
También los predicadores religiosos, los anunciantes legítimos, los promotores de campañas en pro de la salud tanto física como mental, de la ecología o de la simple expresión política independiente hacen un uso muy benéfico para todos de esas mismas redes.
Un mundo nuevo en el que todos hemos sido gradualmente empoderados para el bien o para el mal. La “aldea global” de que nos habló, el primero, Marshall McLuhan en la década de los cincuenta del siglo pasado.
He ahí la raíz del nuevo problema ético al que aludo.
Todavía recuerdo de mi niñez los encendidos debates públicos y privados en torno a la justificación moral de la censura previa, tanto de la estatal como de la eclesiástica, de los libros, los periódicos y los films. Ya hoy, al menos en el Occidente, casi todos damos por descontado las ventajas de la libre expresión sin previa censura, en el espíritu de aquel agudo comentario de Tomas Jefferson de hace dos siglos: “Entre un gobierno sin prensa o una prensa sin gobierno, me quedo con esta última”.
Lo mismo podríamos decir ahora de las redes sociales, con todas sus respectivas luces y sombras. El dilema moral se encuentra entre el derecho universal a saber y el no menos universal a la privacidad o intimidad. Inclusive nuestra legislación penal ya incluye una alusión a ello en la Ley de Acceso a la Información Pública artículo 64:
“Quien comercialice o distribuya por cualquier medio, archivos de información de datos personales, datos sensibles o personales sensibles, protegidos por la presente ley sin contar con la autorización expresa por escrito del titular de los mismos y que no provengan de registros públicos, será sancionado con prisión de cinco a ocho años y multa de cincuenta mil a cien mil Quetzales y el comiso de los objetos instrumentos del delito. La sanción penal se aplicará sin perjuicio de las responsabilidades civiles correspondientes y los daños y perjuicios que se pudieran generar por la comercialización o distribución de datos personales, datos sensibles o personales sensibles.”
Lo que implica un dilema más: el crédito bancario, ¿se ha de otorgar a ciegas o con conocimiento de información que en alguna manera incide en el no menos sacrosanto derecho a la intimidad o privacidad del que lo requiere? He ahí el dilema. Y en este caso, ¿cómo dilucidarlo?
Lo más humano de lo humano han sido siempre, y lo son, el conjunto jerárquico de principios y valores -o la ausencia de los mismos-, por los que guiamos a diario nuestra conducta.
De eso trata precisamente la Ética, tanto la general para todo hombre y mujer como las especiales para las diversas especializaciones profesionales: de la medicina, por ejemplo, de la agrícola, de la jurídica, de la comercial, de la ingenieril, o hasta la del hogar que identificamos como la ética de la familia…
Un punto importantísimo que algunos a menudo olvidan es que según la ética todo derecho entraña una obligación correlativa en alguien… Por ejemplo, mi derecho a la libre expresión obliga a los demás a respetarla y viceversa. Pero también me obliga a ser veraz y respetuoso del otro.
Una característica del fenómeno actual de las redes sociales es su escasa normatividad ética, tal vez por lo novedoso del sistema y, por tanto, de nuestra todavía generalizada inexperiencia en el uso de las mismas.
Hace unos pocos días pude presenciar una en demasía corta discusión académica, por un canal televisivo de los Estados Unidos, en torno al aumento notable del odio en ese país dado el trato irresponsable, según ellos, que algunos usuarios de las redes sociales hacen de las mismas. Según los debatientes ello era atribuible en buena parte al carácter anónimo de su uso, que garantiza una impunidad total del abusador. Calumniar, por ejemplo, y anónimamente, se nos ha hecho a todos mucho más fácil, pues no hay sanciones efectivas para ello, ni morales ni legales. Eso se ha traducido, en la práctica diaria, en el aumento delictivo de los argumentos ad hominem en los debates públicos, con su habitual secuela de mentiras y calumnias. La efectividad amoral de estas últimas se encierra en aquella sabia observación de Voltaire: “Calumnia, que algo de ella siempre queda”.
Y es que inconscientemente todo juicio moral tiene algo de proyección psicológica como creo que dirían cualquiera de mis amigos Gastón Samayoa o Raúl de la Horra. A mí, por ejemplo, y para mi entera sorpresa, se me ha acusado alternativamente por algunos detractores gratuitos de estar a sueldo de la CIA, o del CACIF, o de algún otro grupo perverso organizado en las sombras. No les presto mucha atención, pero a su turno cada vez me pregunto: ¿Será qué ellos, porque tienen permanentemente a la venta sus plumas respectivas atribuyen la misma motivación a los demás?…
La formación de principios y valores es siempre un proceso muy lento, es decir, intergeneracional, como lo hemos podido comprobar una vez más, por ejemplo, en el tema de la educación vial. Por lo tanto, espero que el sentido de obligación moral a respetar la integridad moral del otro, o de su derecho individual a un buen nombre, terminará por imponerse mayoritariamente entre las generaciones futuras. Mientras tanto, no nos queda otra que conformarnos con esa creciente conflictividad calumniosa “de peladero” derivada de las por otra parte magníficas nuevas oportunidades para el bien que nos ofrecen las redes sociales.
Porque nunca se nos da un almuerzo enteramente gratis, excepto la salvación eterna.