El canto recurrente a la vida
Por: Armando de la Torre
De nuevo un aniversario del nacimiento de quien dijera, con toda la autoridad del caso: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14, 6). Y en otro contexto: “Yo he venido para que tengáis vida, y para que la tengáis en abundancia” (Jn.10, 10).
Vivir es todo; la nada es eso, nada.
Juan Pablo II, hubo de llamar a tal herencia espiritual “la cultura de la vida”, en cuanto contrapuesta más estrechamente a la “de la muerte”, la de los abortos, la de las guerras, la de los exterminios genocidas, la de los suicidios lentos por las drogas o instantáneos por el cianuro o una pistola. O sea, la cultura que nos ha sido y es contemporánea, triste eco de aquella otra cultura funeraria del Egipto de los faraones, que al menos reservaba una vida eterna para su príncipe.
Lo que entraña desde la primera Navidad una rapsodia, una melodía incomparable, que es el vivir. Y ni siquiera la muerte nos es el final, sino un tránsito para aquella que no tendrá término, ni tristeza, ni fealdad alguna. Para el creyente que sigue a Cristo en esta prueba de tan sólo décadas, la auténtica, la genuina, la verdadera vida que por eso mismo no habrá de tener final.
“Un niño ha nacido en Belén, y venimos a adorarlo” (Mat. 2,2), pretextaron unos “magos” -los astrónomos de su tiempo- llegados del mundo indoeuropeo de la Persia prístina, aquella de los Ciros y Daríos tan llevados del espíritu de Zoroastro, que hubieron, a su turno, de dejar ir por segunda vez al pueblo escogido de su cautiverio.
Desde entonces, eso somos, eso celebramos: sabernos cautivos redimidos. ¿Qué más de “¡Aleluya!” requiere nuestro canto?
Un niño ha nacido, se habían dicho unos a otros los pastores que velaban en los alrededores de una cueva en las afueras de Belén, y a la luz de estrellas fulgurantes, como la que habría de guiar en especial, y meses más tarde, a los “magos” del Oriente.
“Yo soy la vid y vosotros los sarmientos”, hubo de proclamar, unos treinta años después, en los alrededores de un lago de Galilea. Vid y sarmientos, tronco y frutos, Vida y más vidas, curiosamente también la alegoría dionisíaca de la exaltación de lo vital entre los paganos, esta vez de la Grecia clásica, tan lejos de la contrastante frialdad racional de los cultores socráticos de Apolo.
Calor de infancia, promesa de más vida apasionada, dolida a veces, exultante otras, como ante una boda preñada de promesas y, también, de decepciones. Es la vida del hombre nuevo, el otra vez nacido que se vuelca hacia el amor filial, también el de pareja, también el de amistad… Despilfarrarlo es pecado.
Pero también a más vida más libertad, más responsabilidad, más don paterno o materno de sí, más propósitos, más sentido para el vivir.
Es Dios que se revela como el Cantar de los Cantares, tan remoto, tan diferente a los otros dioses que nos construimos con nuestros engaños a nosotros mismos, Hollywood, París o las islas del Caribe… Dios, una vez más, de vida, y no de la muerte, como lo subrayara Agustín de Hipona, aquella que es engendro del pecado.
Es divino querernos vivos, como lo simbolizó el David que danzaba por eso tan alegre ante el Arca de la Alianza, al ritmo de los tambores y de las cítaras.
También es tener “el alma sosegada” como lo declaró el gran místico San Juan de la Cruz. Es la recepción de quien nos dijo “Mi paz os dejo, mis paz os doy” (Jn. 14,27), la armonía del alma lograda, disonante a la culpa, a la envidia, al remordimiento, al rencor… que tanto nos privan de todo sabor y de toda dulzura, y que hasta nos nublan el sosiego de sabernos llamados a la Resurrección.
Mientras hay vida hay esperanza. Por eso dijo San Pablo a los filipenses (4,4):
“Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!”
Este es el espíritu de la Navidad, de gratitud por sentirnos vivos por un tiempo en este mundo y para siempre en el otro. Por eso es la fiesta de la infancia por excelencia. Y de quienes vuelven a ser niños, más aún, a nacer de nuevo, como se lo explicó Jesús a un perplejo Nicodemo (Jn. 3, 1-21).
Sólo sobre esta fe se han hecho conciliables el júbilo y la cruz, el martirio y el gozo de la gloria por venir para innumerables hombres y mujeres que alegóricamente hubieron de regresar al vientre de la madre. Sólo así nos hacemos dignos del verdadero heroísmo, del verdadero carácter, de la verdadera verdad. Sin ella es imposible perseverar en el camino que nos lleva a la puerta estrecha del jardín infinitamente espacioso.
De ahí concluyo: la vida es el final, no la muerte, que es meramente provisional. Porque El no es “Dios de muertos, sino de vivos: porque todos viven para él” (Lc. 20, 38).
Esto es ni más ni menos lo que exalta la fiesta alegre de la Navidad.
Violeta Parra supo dar en párrafos ondulantes y melódicos sus gracias a la vida. Lo meramente humano pero bello. Siempre nos queda el hacérnoslo propio pero ir más allá: a su Autor último.
Así reza la tarjeta de invitación para la fiesta de Navidad: un dar gracias a la vida, y en ellas a su autor.
¡Muy Feliz Navidad a todos!