El hastío de lo estatal (IV)
Por Armando de la Torre
Dos razones han sido decisivas para que las comunidades humanas se hayan transformado en Estados, esto es, en las consolidaciones legales del monopolio del poder coactivo: la primera, la protección y defensa de los ciudadanos en sus personas y en sus bienes; la segunda, la impartición de la justicia pronta y cumplida entre todos los residentes, legales o no, en sus territorios.
En cuanto a la primera, el Estado de Guatemala protege cada vez menos a sus ciudadanos ante toda clase de criminales; es más, hoy más que nunca, las estructuras del Estado guatemalteco han sido penetradas a fondo por criminales.
Y en cuanto a la segunda, el déficit de la ausencia del Estado es escandalosamente patente a todos.
Ningún índice de tal decadencia es más elocuente que el altísimo grado de impunidad en este país de que gozan los habituados a hacer el mal. Prácticamente los corruptos han asaltado los cargos más importantes del Estado y desde ahí protegen a otros no menos corruptos. Como se dice popularmente: “quien tiene padrino se bautiza”, y el que no lo tiene queda abandonado a su suerte.
El paraíso de los malhechores. En estos días, por ejemplo, presencié la desestimación de un caso de violación de una menor de edad porque la Corte Suprema había recomendado rechazarlo in limine, dado que no había hallado razones para continuar con el proceso. Esto se hace más claro si se sabe que la encausada en el caso por abandono de sus funciones de fiscal era nada menos que la ex Fiscal General Claudia Paz y Paz. Es decir, que en esta ocasión, una vez más, la poderosa ex Fiscal General quedó inmune, cubierta por el mismo sayo con que se cubrieron a sí mismos los magistrados de la Corte Suprema, la juez de primera instancia, y el fiscal encargado por el Ministerio Público.
A este respecto, me acuerdo de la melancólica reflexión de Inmanuel Kant, en su Crítica de la Razón Práctica, que “nada hay de más indignante que tropezarse con un pillo al que le va bien”.
Esta afrenta al fondo de la justicia (que tal vez no a su forma, de acuerdo al raquítico positivismo jurídico por el que interpretamos y aplicamos nuestras leyes), se ha convertido entre nosotros en el pan nuestro de cada día. Es decir, el poderoso siempre sale incólume y el menesteroso, maltrecho o culpable.
Encima, las máximas autoridades de nuestro Estado nos endeudan cada vez más hasta ya abarcar a nuestros nietos. Entre los dos últimos gobiernos, el de Alvaro Colom y el de Otto Pérez Molina, han duplicado irresponsablemente la deuda pública guatemalteca. ¿A cambio de qué? De su ineptitud e ineficiencia, que no logran disimular a pesar de los millones en publicidad gastados en sólo seis años.
Por eso, tanto repudio por parte de todos hacia las minorías corruptas y sucesivas que nos han aumentado, injustamente, el costo-de-tener-gobierno estatal.
Nuestra estructura constitucional vigente nos es de muy escasa ayuda. De hecho no somos república, porque todos los poderes están concentrados en las mismas manos, y en este orden jerárquico de subordinación: Presidente de la República (y su Vice), Congreso, Poder Judicial. Repetir que los tres poderes soberanos son iguales entre sí es una mentira que insulta al más elemental sentido común.
Pero cuando 73000 ciudadanos, en el 2009, presentaron las reformas a la Constitución de 1985 más serias y sensatas de todas las propuestas antes o después de esa fecha, quienes se aprovechan del estado actual de las cosas, incluido el Consejo Superior Universitario, juntaron filas y las ahogaron antes de que llegasen al pleno del Congreso.
Por eso sería aconsejable que un criterio para favorecer con el voto a cualquiera de los candidatos en las próximas elecciones generales fuese el del compromiso serio de cada candidato de apoyar in toto el conjunto de las propuestas de ProReforma presentadas hace cinco años.
Entonces podríamos dormir tranquilos pues Guatemala, al fin, se habrá internado por la ruta, beneficente a todos, de un auténtico Estado de Derecho.