El hastío por lo estatal (III)
Por: Armando de la Torre
Lo que más suele irritar a quienes aceptan la necesidad de que nos organicemos políticamente en Estado no es tanto el abuso de poder en casos aislados cuanto esa permanente ineptitud burocrática y, encima, venal, de sus autoridades superiores, léase Presidencia, Parlamento, Corte Suprema, Ministerio Público… y un largo etcétera.
El costo-de-tener-gobierno termina por enfurecer al conjunto de los contribuyentes todos y de frenar su respectivo progreso, tanto colectivo como individual. Ello es atribuible, primordialmente al monopolio coactivo que es de la misma esencia del Estado.
En primer lugar, porque las personas contratadas para fungir de funcionarios públicos tienen un mayor y natural interés en complacer a quienes los contratan (sus superiores jerárquicos) que a los contribuyentes mismos a quienes en teoría habrían de servir desinteresadamente, o sea, consecuencia derivada de la renuncia implícita a la libre competencia del mercado. Y así, todo concluye por reducirse a conexiones muy personales simultáneas a las pujas inmorales por el control del poder coactivo dentro de la burocracia oficial.
Entre los “amigos de lo estatal” -generalmente ya encuadrados en su nómina de empleados, o que lo fueron antes, o que aspiran a serlo en el futuro- suele prevalecer, en abierto contraste con los servidores ya instalados competitivamente en el sector productivo, una cierta indiferencia e ineptitud profesional que en poco o nada está en función con sus cualidades personales (pues el talento innato abunda en todos los campos). Es el sistema propio de lo estatal, que por su naturaleza ha de excluir todo “lucro”, lo que a su turno priva al funcionario de la ventaja de ese índice infalible de que las cosas se hacen bien o mal. Su contrapartida se transparenta en el derroche obvio de los recursos públicos, por lo demás siempre tan escasos.
Por tal razón, esos “amigos” patrimoniales de lo estatal (los políticos) insisten habitualmente en subrayar la urgencia, para ellos permanente, de subir los impuestos bajo cualquier pretexto. Jamás se les oye, en cambio, que aboguen por mejorar la calidad de los servicios que ellos prestan a los contribuyentes, hacia los que, además, disponen muchas veces con altanería.
He ahí la fuente de tanta impunidad de tanto administrador impopular… La principal preocupación de los servidores del Estado termina por reducirse a la muy política de complacer a su jefe de turno, el que los puede retener o remover, y no esa utilitaria, típica del mercado, que se endereza exclusivamente a la satisfacción de sus usuarios.
De ahí, sea dicho de paso, la mansedumbre cómplice, por parte de los asalariados del Estado, sin otra defensa ante el autoritarismo arbitrario que la muy dudosa de sus dirigentes sindicales.
“Salir”, por otra parte, ilegal e inmoralmente “de pobres”, a través del ejercicio de alguna función pública, se ha vuelto hecho casi universal entre nosotros, lo que desnaturaliza la función y a un tiempo provoca el desaliento de la moral tributaria en el ciudadano común y corriente.
La más clara evidencia de tanta distorsión lo constituye el fenómeno correlativo de la impunidad, que ha hecho de Guatemala un pantano con el aporte del todo injustificable de magistrados, jueces, fiscales, policías, y aun más allá, hasta un personal penitenciario mal entrenado y peor supervisado.
Lo mismo más o menos se podría extender a la SAT, a la Contraloría de Cuentas, y a los demás organismos supuestamente fiscalizadores.
El hecho de que, a pesar de todo, en tanta podredumbre nos sorprendan unas excepciones cuasi heroicas, en absoluto nos debe dejar complacidos.
Dada nuestra defectuosa estructura constitucional, al empleado público se le marginaliza en los hechos. El Código Penal vigente, por ejemplo, en su artículo 442 -en los casos de soborno (bajo la figura de cohecho pasivo)- castiga por igual al que extorsiona que al que se ve obligado por falta de alternativas a pagarlos (cohecho activo). Esto, tristemente, se constituye en la mejor garantía, para los funcionarios abusivos de que no serán castigados, pues nadie se atreverá a denunciarlos.
Además, también toda esa estructura estatal está a cargo, precisamente, de un presidente, un vicepresidente y de 158 diputados que nosotros de alguna manera nos hemos visto “forzados” a elegir, un amago cada cuatro años de una engañosa democracia. Pues la ley electoral y de partidos políticos concentra en los Secretarios Generales de los “partidos” otro monopolio, el de vehículos legales para que los ciudadanos escojan entre los candidatos de sus listas. No se permiten para ello comités cívicos municipales -excepto para elegir alcaldes y concejales- que puedan proponer a su vez candidatos, ni mucho menos una posible columna en blanco en la boleta electoral para que les sea factible a los electores insertar, con letras de molde, los nombres de sus preferidos.
Todo está atado hoy, todo escrito en cláusulas “pétreas”, que inhiben cualquier alternativa independiente por parte de los ciudadanos. Por eso los beneficiados con tales privilegios se aferran a la mera letra de la Constitución y en la práctica hasta hacen imposibles reformas de fondo.
Estos se tornan, al margen de sus colores ideológicos, los verdaderos “oligarcas” de Guatemala, lobos a quienes se les ha dado en exclusividad la llave de acceso al rebaño de los corderos, que los somos todos los demás.
(Continuará)