SUIS JE CHARLIE?
Por: Armando de la Torre
Algo monumental a escala planetaria ocurrió al principio de este año. Un desafío brutal y clarísimo al nervio más sensible en la escala de valores del Occidente: el derecho universal e inalienable a la libre expresión del pensamiento.
Es historia conocida: el atentado, sus víctimas y su desenlace.
Pero lo más elocuente ha sido la reacción de millones de personas que se identifican plenamente con las víctimas bajo el lema de “Je suis Charlie”. También yo quisiera hacerlo mío. Con una reserva muy importante: el derecho sagrado a la libre expresión del pensamiento propio no es absoluto; es decir, que está limitado por el derecho igualmente universal a la protección contra ataques difamatorios a la persona, hirientes y sujetos a la caprichosa interpretación del otro. En otras palabras: el derecho universal a la libre expresión se halla siempre limitado por el no menor derecho correlativo de nuestros semejantes a ser respetados en sus personas y en sus creencias, también en la esfera de la fe religiosa.
Esta consciencia del límite recíproco no siempre se hizo evidente en las páginas del hebdomadario “Charlie”. Sus hábiles e inteligentes redactores y caricaturistas parecían atribuirse cada vez más el monopolio del juicio último en cuanto jueces sobre la preservación de la buena o mala fama del resto de los humanos. Tampoco así. Un pecado de tamaña arrogancia no es por muy reiterado menos intolerable, ni aun en la tierra maravillosamente culta del Descartes que afirmó como comienzo de todo lo real je pense, donc j´existe.
Pero por su parte, los terroristas islámicos cometieron el pecado aún de una mayor soberbia de asesinar a quienes a su turno les habían mostrado carecer del suficiente autocontrol para medir sus palabras. Y el asesinato hace del asesino un juez todavía más injusto e insoportable que la falta que él quisiere borrar.
Y así hubo de darse el choque entre esas dos desmedidas ambiciones, aunque una ciertamente más delirante que la otra. Pues, ¿acaso ha mediado una concesión divina a algún mortal que lo faculte a matar alevosamente, y sin el debido proceso, a sus semejantes?
Es más, precisamente los musulmanes han recogido con más insistencia que cualquiera otra religión monoteísta aquel sabio dicho hebraico con el que defendían aquel principio que nos recuerda que matar a un hombre equivale a desear la muerte de todos.
He leído comentarios a lo sucedido en Paris, unos mejores que otros.
Confieso que el más conciso y satisfactorio lo hallé en una columna de Raúl de la Horra intitulada “Fundamentalismos”, publicada en este mismo diario el sábado 17 de enero.
Yo lo habría encabezado con un término que creo más atingente: “Fanatismos”. Pero bajo cualquier fórmula, encuentro su comentario el más inteligente y hondamente humano.
Copio de don Raúl: “Época de crisis y de exacerbación de los fundamentalismos la que estamos viviendo. No se puede decir que un fundamentalismo sea mejor que otro, pues en todos suele predominar la idea de que hay que darle un garrotazo al que no piensa como yo.
Lo sucedido la semana pasada en Francia abre una serie de heridas y de contradicciones de la historia neocolonial reciente de Occidente, e invita a una reflexión que no es ni fácil ni simple. ¿Cuáles son los alcances de la libertad de prensa? ¿Es legítimo criticar, atacar, o ridiculizar comportamientos, creencias y religiones, o debo abstenerme porque eso hiere la susceptibilidad de muchos? ¿Debo callarme y no decir lo que pienso? ¿Dónde empieza el humor inteligente y dónde termina la agresión injustificada y gratuita?”
El autor concluye con un interrogante de genial modestia: “¿Qué hacer? No tengo ni idea. Quizá haya que renunciar a la razón y a la inteligencia, que son las fuentes del pecado original. Y ponerse a rezar. Pero a mí, eso no me convence.”
Yo sí creo poderle responder, ojalá que con la misma concisión y elegancia.
El Autor de la naturaleza nos hizo obviamente iguales en derechos y obligaciones. Para ello nos dotó no menos igualmente de la capacidad de optar y elegir, la que supone la previa capacidad de entender.
Desde la Ilustración, nos creemos en el Occidente laico más allá del alcance de toda reflexión que nos limite en alguna forma, chispas “a imagen y semejanza de lo divino” sobre quien declaramos no saber a ciencia cierta si existe, ni tampoco reconocer que además somos el polvo y la ceniza que la tradición judeo-cristiana correlaciona íntimamente con la noción de “pecado”. Simultáneamente, los musulmanes se creen las herramientas del Creador para enderezar la plana a todos los demás.
Para mí este contraste es perfectamente coherente y evidenciable. Pero, de nuevo, es también un no menos empuje hacia ese misterio cósmico que nos envuelve y obnubila. En mí cuadro total está incluida la divina sapiencia que ha querido proyectarse sobre y a través de nosotros, pues, al fin y al cabo, hechura suya somos. El fanatismo, entonces, no es más que la pretensión delirante de suponernos a nuestro turno, ateos incluidos, Hacedores también del prójimo, con el poder concomitante de disponer de él a nuestro ciego antojo. Orgullo satánico de los unos y de los otros.
Es en este solo punto donde difiero de la brillante y concentrada disquisición de don Raúl.
Todo esto supuesto, concluyo, me hace preguntarme: suis je vraiment “Charlie”?